Lo íntimo en Faulkner y Joyce

Lo que se conoce con el nombre de vida íntima de gente famosa —y a veces no tan famosa— es un plato que a muchas personas interesa. El estímulo del morbo creativo. La develación del secreto. Preferimos comer gorriones a triturar goleros. No nos equivoquemos, esa tendencia a conocer lo oculto o lo supuestamente censurable es elemento básico de la condición humana. Irving Wallace, Amy Wallace y un equipo de redactores hicieron un trabajo de investigación sobre más de doscientas personalidades de la historia pasada y reciente. Esta obra fue traducida al español en 1981 con el título de ‘Vida íntima de gente famosa’. Con ella puede pasarse un entretenido fin de semana. Luego, en revistas, periódicos amarillistas, redes sociales y obras de información o provocación sexual, se ha ensanchado el universo prohibido de lo erótico.
Por ahora vale la pena reseñar lo que dicen los Wallace de la intimidad de dos escritores básicos de la literatura contemporánea: William Faulkner y James Joyce.
Faulkner, sureño, nació en New Albany, Mississipi, el 25 de septiembre de 1897, fue, quizá, más aficionado a la bebida que a las mujeres. Su primer amor fue desgraciado. Se llamaba Estelle Oldham y se casó con otro hombre y se fue a vivir a China, bien lejos para la época. Dicen los autores de las pesquisas que, a diferencia de Joyce, a Faulkner le gustaban las mujeres frágiles y de aspecto infantil. Su segundo amor, Helen Baird, era de ese estilo. A ella le dedicó su novela de bohemios titulada ‘Mosquitos’. Pero Helen, lejos del amor e inmune a la literatura, se casó con otro.
Once años después de haber viajado al extremo oriente, regresó Estelle, la primera novia. Vino divorciada. Como si muy poco hubiera pasado, Faulkner la abordó de nuevo. Le propuso matrimonio. Esta aceptó. Corría 1929. La primera hija les nació muerta. Los esposos Faulkner llevaban una vida escabrosa. Bebían. Se peleaban. Se reconciliaban. Volvían a beber. Volvían a pelear. Mantuvieron una relación neurótica pero no optaron por el divorcio.
Cuando escribía guiones para Hollywood, Faulkner conoció a Meta Carpenter, secretaria de Howard Hawks. Delgada, sensible, diez años menor que él, el autor de ‘El sonido y la furia’ la acosó, la enamoró y la hizo su amante. Por ella, Faulkner abandonó un poco el alcohol. Se dedicó a hacerle el amor a Meta. La Carpenter, para destruir versiones contrarias, asegura que su amante era un hombre “dominado por una premura sexual que le consumía”. A su vez, el ya maestro Faulkner, lleno de erotismo, era capaz de escribirle a su amor tempestuoso: “Para Meta, mi corazón, mi jardín de jazmines, mi coño de abril y mayo, mi mañana blanca y rubia, alada, mi dulce hendidura, mi muchacha melosa de dulces nalgas”. Ella se excitaba con esas lecturas.
Este hombre, que comenzó como carpintero y pintor de brocha gorda, murió en su casa de Oxford, la ciudad que le inspiró su literario Jefferson, a causa de una trombosis coronaria. Ya había abonado la causa de la literatura universal. Podía partir.
Por su parte, James Joyce nació en Dublín, Irlanda, un 2 de febrero de 1882. En cierta ocasión quiso ser sacerdote, pero el celibato lo hizo arrepentir. Estudió con los jesuitas y desde temprana edad mostró su disidencia. Cuando apenas bordeaba la juventud, Joyce ya amaba los barrios prostibularios de Dublín y anduvo entre rameras hasta los veinticuatro años.
Su vida íntima cobija varias particularidades. Según don José María Valverde, a Joyce le gustaba el vino blanco, al cual llamaba “Electricidad”. Detestaba el vino tinto y lo tildaba de “bistec licuefacto”. El 16 de julio de 1904 conoció a Nora Barnacle, una camarera de Dublín, casi iletrada, y se enamoró de ella. Cualquier día, sin matrimonio de por medio, la tomó como su mujer y se marchó con ella a Alemania. A esta Nora, que era una mujer de poco peso, Joyce, en su imaginación incandescente, le proponía que se acostara con otros hombres “para tener algo de que escribir”.
El autor de ‘Retrato del artista adolescente’ era fetichista. Cargaba siempre en los bolsillos de su pantalón unas diminutas bragas de muchacha. En una carta que le envió a Nora, quien nunca leyó ninguno de sus libros, decía: “Las cosas más nimias me proporcionan una enorme excitación… un putesco movimiento de tu boca, una menuda mancha marrón en los fondillos de tus bragas blancas… sentir tus cálidos y lujuriosos labios succionándome”. Aunque frente a las damas su vocabulario era recatado, cuando en la intimidad manejaba el género epistolar se desbocaba.
Los Wallace aseveran que a principios de 1919, en Zúrich, Joyce entró a un baño de mujeres. Allí, levantándose de la taza, después de defecar, encontró a Martha Fleischmann. Joyce, sin ningún reparo, miró largamente lo que flotaba en el agua y quedó enamorado de esa mujer, a la que llamó “mi mujer ideal”. Desde ese instante, aseguran los biógrafos, Joyce se aficionó a la coprofilia.
Al gestor de ‘Ulises’ lo seducía el masoquismo. Le gustaban las mujeres fuertes y corpulentas, contrario de Faulkner que las prefería sencillas. En repetidas ocasiones le pidió a Nora que lo golpeara, que le diera palmadas. Joyce quería explorar todas las posibilidades del placer. Y le escribió: “te lo pido en serio”. Como su cónyuge era delgada y sin mayores atributos, Joyce anhelaba una mujer diferente. Le confesó a un amigo: “Quiero un enorme y orgulloso busto y unos grandes y rollizos muslos”.
Por su inicial vida prostibularia, es lógico que, por la época, Joyce fuera pringado de sífilis, como muchos escritores y artistas de esos tiempos. Sin embargo, no se amilanó. Él mismo, con gesto áspero, se cauterizó el chancro, pero no logró curarse del todo la enfermedad. Sus ojos pagaron los platos rotos. El escritor de ‘Dublineses’ y creador en 1903 de algo que luego llegó a estar en moda: ‘las epifanías’ (que don José María Valverde, traductor y políglota, define en el prólogo a ‘Ulises’ como “instantáneas de mirada y palabra”), padeció más de veinte operaciones en la vista. Fue intervenido de glaucoma y cataratas, y llegó a quedar prácticamente ciego.
James Joyce murió el 13 de enero de 1941 en Zúrich. No soportó una operación –otra– de úlcera duodenal a la que fue sometido. Ya había visto prohibidos, confiscados, quemados y editados ‘Dublineses’ y ‘Ulises’. Los libros de la inmortalidad.
*Escritor, coordinador de El Túnel de Montería, profesor de la U. de Córdoba
Por José Luis Garcés González