José Agustín Blanco escribe la parte final de su historia

Mira con ojos de cierto extravío de las cosas de este mundo. Entiende, pese a sus dificultades auditivas y asiente las preguntas apretando las manos. Difícil para un hombre de la talla de José Agustín Blanco acostumbrado a las delicias de conversar por largas horas descifrando procesos geográficos e históricos con una memoria admirable que le permitía señalar los errores notables de cualquiera de sus estudiantes aunque hubiese pasado medio siglo. De igual forma recitaba poemas aprendidos en la escuelita en donde cursó estudios en su natal Sabanalarga, Atlántico, como si apenas se los hubiera aprendido el día de ayer.
Un académico de tiempo completo y miembro de número de la Sociedad Geográfica, de la Academia de Historia y de otras asociaciones más. Profesor emérito de las universidades Nacional de Colombia y Javeriana. En esta última se creó el fondo José Agustín Blanco, tras donación del ilustre sabanalarguero de sus archivos compuestos de planos y cartografía, geografía, escritos académicos, documentación y correspondencia personal, investigaciones realizadas, el estudio y transcripciones de fuentes primarias sobre el Caribe colombiano y de las Constituciones colombianas del siglo XIX. Autor de más de 10 libros que develan los procesos de consolidación urbana de Barranquilla, Sabanalarga, Juan de Acosta, de geografía del Atlántico, del norte de Tierradentro, entre otros. En fin, uno de los grandes hombres del Caribe colombiano en el siglo XX con una labor sigilosa, alejado de estridencias del ego y proclive a descifrar, con el portento de su inteligencia, las claves no siempre esclarecidas de nuestro pasado.
MIRANDO EL PASADO
En su casa bogotana del barrio La Floresta, José Agustín pasa sus días en un sofá, cubierto por una gruesa sábana que se le rueda a cada instante hacia el piso, rodeado por libros, diplomas, condecoraciones y por el afecto de Mara, una perra collins que se tira en su regazo, zalamera, agradecida de la época en que el maestro, pese a las prohibiciones de sus hijos, le regalaba, de manera furtiva, galletas en los horarios de merienda.
Tiene una hija en casa, María Melania, que lo cuida con especial esmero, casi con íntima devoción. Separada desde hace años, con dos hijos, decidió dejar su carrera de economista para cambiarla por el amor a su anciano padre desde diversos frentes: leyendo la prensa, sirviendo de amanuense, acompañándolo a conferencias. Cuando podía, pues ahora, a los 91 años de José Agustín, en plena y difícil convalecencia, sumado a la reciente muerte de su esposa, apenas si puede darse el consuelo de hablarle y sobar su cabeza con ternura filial.
Una historia larga la del maestro José Agustín. María Melania, su hija, la conoce casi de memoria: «Él nació el 8 de noviembre de 1922. Recogió todo el siglo XIX, su formación por parte del abuelo. Cuando estaba pequeño junto a mi tío Lázaro y su papá, pues era profesor egresado del Seminario, todos esos conocimientos que tenía se los transmitió a los hijos. Él estudió hasta el cuarto año de primaria en Sabanalarga. Después se fue para Barranquilla. Allá terminó. Después estuvo como profesor en Piojó. Él guarda bonitos recuerdos de ese paso. Algún día habló con alguien y consiguió un cupo para entrar en la Normal de Bogotá. Acá tuvo profesores europeos muy buenos».
Desde entonces se radicó en Bogotá. Una ciudad diametralmente diferente a su natal Sabanalarga y Barranquilla, pero nunca se olvidó de ellas. Solía escribirles a sus hermanas largas cartas contándoles de su vida académica en esa ciudad, de su matrimonio, de los hijos, y recibía en contesta los últimos informes de la provincia, el inventario casi solemne de los últimos muertos y un pormenorizado recuento de las calamidades del invierno y el verano. María señala esa especial cercanía pues «con más de 50 años en Bogotá, nunca, nunca se olvidó de la Costa. Él tiene todavía su casa allá en Sabanalarga. Allí está su hermana Teresita. Hasta hace poco estuvo Elsa y mi tía Delma, que falleció. Siempre tuvieron una cercanía por carta. Por teléfono era difícil pues además hay un mal de familia y es que no oyen bien».
No hay necesidad de relevar este especial vínculo con la Costa. Sus investigaciones y libros giran alrededor del tema de la historia del Caribe colombiano, su particular geografía y los movimientos territoriales que propiciaron lo que es hoy en día el actual departamento del Atlántico. Sin José Agustín todavía estuviéramos repitiendo como loros incansables el cuento de los pastorcillos galaperos en la conformación urbana de Barranquilla. Sin sus estudios geográficos no sabríamos las características del bajo Magdalena y sus puntos de enclave étnicos. Es un aporte fundamental del que apenas le damos la validez merecida.
Prosigue María Melania: «Ama mucho a Sabanalarga y esa fue la razón de sus investigaciones. Por eso escribió de su fundación, de la de Barranquilla, fue ese deseo de investigar, más allá del mito, colocando cada situación en su lugar sin apasionarse. Él creía en los documentos y en los contextos. Él es geógrafo, historiador y cartógrafo. Combinaba las tres cosas. Cómo era el paisaje hace quinientos años, trescientos, doscientos. Cómo eran los arroyos, lagunas, los asentamientos de indios, todo eso lo reconstruyó».
Formidable asunto. Heroico si se quiere en la cultura general de un país en que este tipo de empeños son asunto raro, curioso y sin ningún aparente beneficio en la praxis de los esquemas generales de productividad. Amando profundamente los rincones del país que conocía desde sus hallazgos y dilucidando los pedazos del pasado como quien reconstruye con claves secretas un gigantesco rompecabezas. Apegado, dice la hija, a la Costa. De la que hablaba como poseído desde diversos aspectos. Regodeándose con la comida típica: con el bocachico en cabrito, el arroz con lisa, el buen queso de sabanalarga y oyendo nostálgicos porros que le recordaban las fiestas patronales y retretas de su tierra.
TRAS LAS HUELLAS DE LO CAMINADO
Cuesta trabajo pensar en que un hombre tan vital, tan enérgico como José Agustín, se encuentre en ese reposo forzado. Ubicado en su sofá, cuidado por el enfermero y el amor de los hijos y nietos. Cuesta. Ya jubilado de la Universidad Nacional proseguía dando clases de geografía histórica en la Universidad Javeriana hasta hace 6 años en que ya el cuerpo le exigió quietud. Entonces María Melania se convirtió en su amanuense. Ordenando los escritos. Transcribiéndolos. Leyendo la prensa y comentándola para que su padre sintiera el aliento de que aún no todo estaba perdido y podía seguir siendo útil en la vida.
Recuerda su hija las expediciones al Archivo General de la Nación: «Cuando estaba activo iba al Archivo General de la Nación. Yo algunas veces cuando era estudiante de bachillerato lo acompañé y para mí era sorprendente que pudiera leer esos documentos con esa letra tan enredada y difícil. Los encargados del Archivo ya lo conocían. Lo saludaban sentándolo en el puesto que le tenían estipulado. El leía los archivos y los transcribía totalmente».
María Melania en la extensa y exquisita biblioteca de su padre José Agustín Blanco Barros.
Sus alumnos lo recuerdan. Uno de ellos señaló que fue «víctima» de José Agustín cuando le colocó en un examen cero. La respuesta del maestro fue demoledora: «Usted puso que los Andes entran a Colombia por Nariño. El relieve no entra ni sale pues simplemente está. ¿Vio que el cero era justificado?». A otro que solía controvertirlo con teorías e ideologizaciones políticas, lo escuchaba con suma paciencia. Al final le decía: «Tengo que dejarte pensar con libertad». Y asunto concluido.
ESCRIBIENDO SU PROPIA HISTORIA
Pese al unánime respeto de la comunidad académica y científica de Bogotá y el país, poco le interesaron las charreteras y oropeles. En el segundo piso de su casa tiene condecoraciones, medallas, certificados, diplomas que dan fe de los logros de este insigne atlanticense. Siguió escribiendo. Leyendo. Convencido de que su inmensa tarea todavía no se encontraba concluida.
En eso estaba cuando en septiembre del 2014 lo sorprendió un infarto cerebral. Paralizante del habla y del sistema de movimiento del cuerpo. Condenándolo solo a escuchar postrado en un sofá con los ojos buscando la libertad de espacios infinitos. De malas esos días, pues justo cuando se encontraba convaleciente de su enfermedad, recluido una clínica, falleció su amada esposa Beatriz Barón. Un amor increíble de toda la vida que se inició en Tunja cuando fue profesor de la Universidad Pedagógica, quedando prendado de su belleza y que se manifestaría en largos poemas guardados con celo por Beatriz en un cofre y de los que decía, a manera de burla, que su marido «se los había copiado pues eran muy buenos para ser de él». Todas las santas noches su hija María Melania recuerda las despedidas amorosas de su padre con su madre: «Beatriz, que duermas, te quiero mucho, que Dios te bendiga, hasta mañana!».
En Bogotá, junto a su hija María Melania Blanco.
Al salir de la clínica lo primero que hizo fue preguntar por Beatriz. Dónde estaba. Por qué no lo había salido a recibirlo ni mucho menos le hizo una visita en su lecho de enfermo. Los hijos, en piadosa mentira, le dicen que su madre se encuentra recluida, enferma en un hospital, y que apenas se recupere ocurrirá el soñado reencuentro. Pero José Agustín presiente la partida de su esposa y aguarda estoico el suyo propio. Aunque tiene la secreta esperanza de que en algún momento se abra la puerta y aparezca otra vez para convidarla a dar paseos, a ir a la misa del domingo, oírle comentarios de su colección de revistas europeas y dedicarle uno de sus poemas secretos.
Creo que en ese sofá José Agustín Blanco Barros, hijo ilustre de Sabanalarga, escribe en el más perfecto de los silencios, el final de su historia. Me viene a la memoria la dedicatoria que le colocó en un libro suyo a su querida hija María Melania, en 1987. Allí dice: «Enséñale a Santiago que su abuelo José Agustín durante años quiso averiguar por un viejo y maravilloso pasado de su gente, para poder andar hacia el porvenir».