Hotel Estambul: una historia entre dos mundos

La historia del Hotel Estambul arranca con la llegada al país del turco Ismel Terim en un barco de pasajeros en el que trabajaba como camarero. Desde la inauguración del muelle, Puerto Colombia vivía una época de inusitada prosperidad. Había días en que atracaban hasta seis buques de diferente bandera, mientras otros tantos esperaban su turno para zarpar.
En Puerto, Terim conoce al polaco Basilio Wareski con quien abre, en 1903, a poca distancia del muelle, un local al que bautizó Bar Estambul, en recuerdo del lejano puerto donde había nacido. Como los vapores que salían hacia Estados Unidos y Europa no tenían fechas ni horarios determinados, los pasajeros mataban sus largas esperas en ese lugar. Lo mismo hacían los inmigrantes que debían hacer la conexión con el tren que, desde 1888 unía a Puerto con Barranquilla.
A finales de los treinta llega a Puerto Colombia un buque de pasajeros que se había desviado de su ruta hacia Nueva York para esquivar un barco de guerra alemán. Dos meses anduvo el vapor a la deriva por lo que perdió demasiado combustible y se vio obligado a atracar en el muelle porteño.
En la segunda clase de ese barco viajan Aniela Kuznicki y Simón Butryn. Casados no hacía mucho, habían decidido iniciar una nueva vida en Estados Unidos para escapar de lo que en Varsovia era ya un secreto a voces: que el primer zarpazo de Hitler sería la invasión de Polonia.
Aniela y Simon desembarcaron para ver algo de ese bullicioso puerto barrido por una fresca brisa que soplaba del mar. Bandadas de aves marinas sobrevolaban la bahía. Por primera vez en mucho tiempo, Aniela se sintió feliz. Desde algún lugar cercano llegó a sus oídos una música de tambores. Algo festivo, con alma y ritmo. Esa música no sonaba para nadie. Pero Aniela comprendió que sonaba para todos, incluyéndola a ella.
En el mismo barco habían llegado emigrantes europeos, árabes y judíos. Había madres sentadas sobre sus equipajes con niños en los brazos, ancianos de paso vacilante que aplastaban las chuvas regadas en las aceras. Hombres y mujeres que cargaban destartaladas maletas. Venían huyendo de la guerra y ahora caminaban desorientados y temerosos entre la algarabía de los nativos y los graznidos de las gaviotas.
Basilio Wareski descubrió a Aniela y Simon caminando por la plaza y los invitó a una copa y algo de comer en su negocio. Aniela, que además del polaco hablaba inglés y francés, se sintió fascinada por aquel pueblo alegre, por esa gente tan vital y despreocupada que llenaba las calles, aunque tenía claro que el destino de ella y su marido estaba en los Estados Unidos, donde unos parientes los esperaban.
“Pero el hombre propone y Dios dispone”, me dice Frank Castillo Kuznicki, el hijo único de Aniela, en una mesa del renovado Hotel Estambul, y me cuenta que la fascinación de su madre por el país que el destino ponía inesperadamente ante sus ojos fue tal que decidió quedarse. “Era una mujer resoluta. Una vez que tomaba una decisión, no había quien la hiciera desistir”.
“Me quedo. Aquí huele a vida. Aquí hay una vida que vivir”, le dijo Aniela al desconcertado Simon Butryn, que, poco después, regresó a Polonia, donde, concluida la guerra, volvió a casarse. “Con el tiempo, mi madre se enteró de que le estaba yendo mal económicamente y desde aquí le enviaba dinero y ropa para él, su mujer y sus hijos. Así era ella: una mujer tan aguerrida como noble”, dice Frank, y es evidente el orgullo que siente al recordarla.
En una época en que las mujeres ni siquiera podían firmar contratos, Aniela le pidió prestado un dinero a otros paisanos que conoció en Barranquilla y montó una panadería con el también polaco Tomás Kujora en la calle 52 con la carrera 40 y le fue tan bien que no tardó en ir a hablar con los dos dueños del Estambul para proponerles que le vendieran el local. A las pocas semanas ya estaba regentando su nuevo negocio. En poco tiempo, el Estambul se convirtió en uno de los hoteles más emblemáticos de Puerto Colombia.
El Estambul brindaba cómodo alojamiento, tanto a los recién desembarcados, como a los turistas que llegaban de Barranquilla y de otras ciudades de la Costa y del interior. Muchas familias pasaban allí las navidades. Multitud de parejas llegaban al Estambul a disfrutar su luna de miel.
Eran tiempos de abundancia. El peso colombiano valía más que el dólar. Aniela Kuznicki contrató al famoso chef español Urbano Salgado Yáñez, que había trabajado en hoteles de Europa y Estados Unidos. Un combo de música antillana amenizaba los rojos atardeceres. Ventiladores de tres aspas refrescaban el comedor, la pista de baile y las habitaciones y removían el aire impregnado de salitre. Camareros de impecable camisa blanca, pajarita, chaleco azul y servilleta doblada en el brazo servían las cervezas heladas, los cocteles y las deliciosas viandas en las mesas de madera noble. Por las tardes había baile en la vecina terraza del Esperia. De noche se jugaba a la canasta. La vida le sonreía a Aniela Kuznicki.
Por esa época, Aniela demuestra una vez más su independencia y espíritu transgresor, enemigo de toda convención social. Se enamora del abogado Julio Castillo y con él tiene a su único hijo, Frank, que nace en 1948. No se casa con Castillo. Piensa que aquello ha sido un acto de amor que no admite condiciones ni ataduras. Cuando Frank cumple los once años, lo envía a estudiar a Estados Unidos porque desea que desarrolle una personalidad tan independiente como la suya.
El amor regresa más tarde. En 1954 conoce al ingeniero polaco Bolek Piotrowski y se vuelve a casar, esta vez en la iglesia de Puerto Colombia. Con Bolek compartió largos y fructíferos años, hasta que en 1994 sufrió un primer infarto que obligó a su hospitalización. Aniela no resistió el confinamiento en una cama y una noche, a escondidas de las enfermeras, se vistió, abandonó la clínica y volvió a su amado Hotel Estambul. Pocos días después sufriría un segundo infarto, del que no logró sobrevivir.
Con su muerte comienza la decadencia del Estambul. Con el acueducto porteño averiado, los costos de la electricidad por las nubes y agudizado el problema de la falta de alcantarillado, las instalaciones del hotel se fueron deteriorando. Los viajeros dejaron de venir. Amigos de Frank lo llamaban a Estados Unidos para aconsejarle que lo cerrara definitivamente.
Pero Frank Castillo decidió rescatarlo. En el 2007, mientras él arreglaba sus asuntos legales para obtener su pensión del gobierno norteamericano, su esposa, la ecuatoriana Rocío Alcívar, vino a hacerse cargo del hotel. Un año después llega él. Desde entonces, el Estambul ha vuelto a resurgir, gracias también al apoyo de Santiago Gambín, que trabaja en el hotel desde hace cincuenta años, y de su mujer, Margarita Araújo, encargada de la cocina. El nuevo comienzo dejó de ser un proyecto. Los turistas han regresado.
“Vine a rescatar el legado de mi madre. Se lo debía a esa mujer luchadora. Por fin lo tengo todo bien claro. Esta es mi casa, este es mi pueblo. Y yo soy el hijo de esa mujer”.
Una crónica de Andrés Salcedo